jueves, 24 de mayo de 2007

Edición del domingo 20 de mayo




Ahí viene el mudo


Sergio E. Alvizo Revilla (Saltillo, Coahuila, 1985) es estudiante de la licenciatura en Letras Españolas de la U.A. de C., pero su especialidad son las relaciones públicas. En esta estampa nos describe a un particular personaje: “el mudo”.


Ahí está otra vez. Ve cómo carga la camioneta con cajas de frutas y verduras que venderá en el mercado. No sé su edad pero ya es viejo: cuando yo era niño, él ya estaba ahí.


El mudito de la cuadra, como lo conocen, es el guardián de la casa de Toña que todos los días sale, con su familia, a vender al mercado. El mudo es un tipo de expresiones serias, y da a entender su estado de ánimo con sus gestos, acciones y su cara. Su porte y personalidad es como de padrote fregado. Cuando se para en la puerta observa a las mujeres que pasan a su lado como si fueran de su propiedad. Tiene un aire de Pedro Navajas.


Todos los días se afana en cuidar su Chevrolet blanco que tiene líneas azules y un tapizado de periódicos. Siempre se esfuerza en lavarlo.


Un tiempo se fue de la cuadra, no sé si a seguir con su carrera de padrote o a buscar a las mujeres que dejó por ahí. Regresó un día de mucho calor. Yo lo vi llegar: traía un pantalón de campana azul, una playera blanca con flores, un saquito color arena y sus zapatos de tacón cubano. Cargaba bolsas de Soriana, Gigante y recuerdos de su viaje efímero. Las guardó junto con sus otras pertenencias que atesoraba en la cajuela del carro.


Al día siguiente, como si pagara el abandono, arregló afanosamente su coche y lo pintó de azul con rayas blancas. Con pintura vinílica y con un pincel delineaba las líneas de su flamante auto. Creo que este viejo Chevrolet es para él de mucho valor, ya que lo cuida, lo contempla, como un padre a su hijo. Este carro tiene un sistema de seguridad excelente, instalado por él mismo: está amarrado a un poste con cadenas y en la cajuela tiene otra cadena cerrada por un candado. El mudo protege su cajuela como un pirata a su tesoro: en ella guarda bolsas, ropa, comida, libros, revistas, la memoria de su pasado, lo que fue de él, sus amores, sus mujeres y no sé que más.


Por la forma en que se viste pienso que él es una mezcla de Pedro Navajas con Rigo Tovar. La otra tarde lo vi arriba de su viejo Chevrolet. Estaba sentado al volante, observando a la mujeres pasar. Creo que revivía viejos recuerdos de cuando manejaba de noche por el centro de la ciudad, frecuentando cabarets o paseando a una mujer en su Chevrolet blanco, con música de fondo de Pérez Prado o Micky Laure. Él sigue paseando en ese viejo Chevrolet abandonado que tiene periódicos en las ventanas y sus asientos ruñidos por el tiempo. Sigue sentado, viajando en ese Chevrolet que en vez de llantas tiene bloques.


**



Por fin me dijiste adiós


Leticia Espinoza (1985) es originaria de Castaños, Coahuila y actualmente estudia la licenciatura en Comunicación en la U.A. de C. En esta texto aborda la pérdida vista a través de los ojos de una niña.


Siempre era puntual en las mañanas de domingo para acompañarnos a comer.


—Hombre, el séptimo día es para descansar —le decía mi padre a mi abuelo.


Él sólo le devolvía la mirada y le regalaba una rápida sonrisa. Mi abuelo se sentaba para acompañarlo y observaba con tranquilidad lo que mi padre hacía. Nunca los escuché hablar mucho, hasta que llegaba yo a romper el silencio con mis correteos y el clásico:


—Hola güelito, te traje naranjas.


Comer naranjas juntos era el pretexto ideal para reclamar su atención y bastaban unos segundos para tener a mi abuelo jugando a la pelota o sacándole punta, con su filosa navaja, a mis colores de madera.


Me atrevo a pensar que fui la nieta más envidiada por mis primas. Era la más pequeña y con mi carisma infantil esperaba a mi abuelo cada domingo. Me emocionaba cuando a lo lejos lo veía con su andar ágil, sus ropas caqui, su sombrero. A veces iba apoyado de una garrocha y seguido por dos o tres perros.


El abuelo era travieso y curioso. Lo extraño. Sucedió una tarde. Alguien avisó a mis padres que no encontraban al abuelo. Optimista, pensé que tal vez había decidido caminar un poco, como solía hacerlo (me platicaba, muy orgulloso, cuánto había caminado de joven pastoreando ovejas. Cuando veíamos las lomas, me repetía: “Allá, mija, todo eso que ves, lo caminé yo”).


Los días parecían iguales. La niebla y la incipiente lluvia los hacía idénticos. Mi vida continuaba entre risas y muñecas, pero en el fondo deseaba que la lluvia parara porque mi abuelo ya estaría muy empapado. Necesitaría entonces un baño caliente y un caldito de pollo, lástima que yo no supera cocinar.


La familia era un desastre. En cada rincón había gente con caras largas y a diario llegaban a preguntar si ya teníamos noticias del abuelo. No sé cuántas búsquedas se organizaron. La desesperación nunca me invadió: sabía que tarde o temprano lo hallarían.


El día que lo encontraron yo lo esperaba ver algo enfermo, así que decidí ponerme un vestido rojo y blanco de cuadritos, mi favorito, y mis zapatitos blancos. Pensé que le daría gusto verme así de linda para él, como cuando me llevaba al circo. Legué a un espectáculo de lágrimas y ya no pude verlo: su caja estaba sellada.


Creo que me la pasé consolando gente ese día y sólo me preguntaba porqué el abuelo no se había despedido de mí, eso era lo que me ponía triste. Durante meses me pregunté lo mismo.


De niña sólo recuerdo uno de mis sueños, el mejor de todos: estábamos, como de costumbre, papá, el abuelo y yo. Caminábamos en una loma y de pronto mi abuelo dijo:


—Hasta aquí, mija, váyase con su papá. Yo tengo que seguir solo —sonrió y me dijo adiós.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola a todos!
Pues la verdad es que se lucieron con el cuento que publicaron de Leticia tanto me gusto que ya me puse en contacto con la autora para que me escriba uno de mi abue! Les dejo muchos saludos a todos los lectores y espero que la pasen bien.
Jorge Malo

Anónimo dijo...

Muy Buenos, pasiones despiertas!!