martes, 5 de junio de 2007

Edición del domingo 27 de mayo



El aprendiz

Antonio Sonora (Monclova, Coahuila 1979) es autor de los libros "El diario de los lienzos" y "Piezas para un anticuario". Este cuento forma parte del libro “Manual para inventar viajantes”, proyecto de beca del Programa de estímulos a la creación artística 2006-2007.

Era muy joven para saberlo. Decididamente cuando empezó a escribir lo hizo con todos los riesgos. Erguido ante las estaciones del año elegía cualquier cielo. Lo observaba por horas, registrando los tonos que se transforman en signos, los pájaros que apenas cruzando el atardecer entregan una frase con sus alas. De noche se alejaba a los puentes para ver las luces de la ciudad, su lejana existencia de diminutos fuegos. Lentamente fue cediéndole sus días a las palabras, dedicando su tiempo a los hechizos de registrarlo todo. Pronto empezó a escribir en cualquier superficie. Con una tiza en la mano le bastaba cualquier muro, no le alcanzaban las bardas de los suburbios para un largo poema. En el subterráneo había dejado escrito que la ciudad era una luciérnaga que pronto se apagaría. Dentro de los vagones hubiera querido sacar un brazo para escribir durante el recorrido alguna señal de su furia. Empezó a inundar la ciudad sin importar las direcciones, los escaparates de las avenidas, la propaganda en las estaciones del autobús, las bancas de las plazas públicas. Se perdía cada vez más lejos para buscar más calles. Dejaba de dormir por días enteros y luego se tiraba bajo los árboles, durante siglos. No se daba cuenta que escribiendo de tal forma pronto podría olvidar quién era. Le había entregado su memoria a los pájaros, la historia de sus manos a los paseantes, su sombra a los muros de las calles. Había escrito sobre todo lo que conocía y eso era lo mismo que haberse entregado en todas las cosas. Ahora les pertenecía a todos en todas partes. A los ojos que observaban sus líneas en el subterráneo, a las mujeres que maldecían su tiza en los suburbios, donde estaba escrito que el tiempo era una tormenta de hojas. Le pertenecía a los autobuses donde había anotado que jamás se callaría, a los puentes donde debajo lo aguardaba el poema de una mujer desnuda.

La maldición fue cercándolo lentamente. Cuando quiso continuar en su euforia se dio cuenta que no podía escribir más. Le faltó el corazón arrebatado y los ojos intranquilos. Faltó la pasión, esparcida en tantas noches por todos los rumbos de la ciudad que era una luciérnaga y se había apagado para siempre. Jamás le fue advertido que cuando alguien persiste en la verdad y la encuentra, no debe dejarla en los demás. No le contaron de la ceguera que vuelve comunes las cosas y menos peligrosas las palabras. Había sido dejado a la suerte y liberado al mundo con su rostro sin máscara, con su deseo sin cuidado.

Después de eso tuvo que buscar en los cielos del día la parte de sí que había perdido con los años; buscar en las banquetas de las afueras la violencia de sus manos, su reflejo en los escaparates de las tiendas, su sombra atrapada en los muros de las calles. Así fue buscando pero los lugares se negaban a regresarle los dones. No pudo borrar de ellos las frases que les había concedido. El parque no quiso devolverle su tranquilidad ni su sueño. Los edificios le custodiaron su fuerza y su altura. El atardecer se quedó con los pájaros que tenían cautiva su memoria, haciéndolos volar demasiado alto, detrás de las nubes.

Todavía siguió buscando y regresaba a diario para intentar borrar una palabra de algún muro. Lo hacía con las manos perdidas y los dedos torpes. Pero los sitios se resistían. Una noche, consumido en llanto decidió una venganza. Al amanecer tomó una navaja y se fue rumbo a la ciudad, atravesando los campos. Empezó a escribir con ella en todas partes historias sobre plagas y serpientes venenosas, cuentos de sombras que ciegan el día y multiplican la noche, pasajes de calamidades bíblicas y diluvios. Las escribió en los edificios y estos fueron arrasados, lo hizo en las calles y éstas se abrían tras de sí. Escribió una maldición en el parque y en él murieron todos los pájaros. Antes del alba la ciudad estaba en ruinas. Cuando su venganza terminó regresó a los campos y se escribió en el pecho una puñalada.




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