sábado, 23 de junio de 2007

edición del 24 de junio de 2007


Mariposas suicidas
Por Emilia de la Cruz


apuestan todo a un sólo día
no hay tiempo para olvidar
a penas para hacerse
de un par de recuerdos
a penas para decir nada
y que la nada sea
a penas para repartir
sus alas como dos besos
a penas para apretar un alfiler
con su carne de alas abiertas
a penas para el vuelo suicida
contra el parabrisas de un auto
a penas para decir "soy"
y no alcanzar a ser siquiera.


Estatuas en movimiento
Por Melina Chavarría


Tus manos son hojas, caen al viento
estremeciendo mi cuerpo sereno
que se ve atrapado por tu veneno:
caricia sutil y leve lamento.

Tus dedos, estatuas en movimiento,
gacelas que se deslizan sin freno
estructuran un territorio ameno:
toman mi pecho como su aposento.

Tus líneas, imágenes del porvenir
bailan con cada uno de mis cabellos,
se encadenan y los hacen resurgir.

En tus manos se basa mi existir,
en ellas guardo los recuerdos bellos
de las pasiones que me hiciste sentir.


Dios es tremendamente erótico e inteligente
Por Lucero Chamé


Dios es tremendamente erótico e inteligente
por eso hizo el mar
y lo hizo en gran medida.
Tal vez la tentación no sabe a fuego
tal vez la condena no quema
la arena es blanda como el vientre
la marea es el movimiento regular
que cubre y abandona la orilla
las olas son la fuerza erosiva
que sacude las costas.
En la séptima ola la corriente se invierte
y fluye alejándose:
es la llamada corriente de reflujo
que arrastra mar adentro
el otro diluvio que Dios no especificó.

viernes, 22 de junio de 2007

edición del 17 de junio de 2007


Cruzar el desierto en tren

Por Cyntia Moncada

Miles de veces vi desfilar esa inmensa máquina cerca de mi casa. Cuando el silbido anunciaba su paso, mis primos y yo corríamos a la calle, agitábamos las manos, saltando y gritando. Imaginábamos que el hombre que manejaba aquel monstruo nos respondía con silbidos: “piiii, piiiiiiiiiiii”.

A veces, cuando el tren nos encontraba ahí, cerquita, nos apresurábamos para ganarle el paso y ponerle piedras en las vías, luego nos alejábamos corriendo, por miedo a ser golpeados por nuestra propia trampa. Minutos después regresábamos a apreciar nuestra creación: un par de piedras lisas, calientes todavía por la fricción. Nos las poníamos en la cara para sentir ese calor, ese leve contacto con un pedacito de tren.

Pero pese a todas las cosas divertidas que significaba ver el tren desde la distancia, desde abajo, por fuera, nunca fueron ni la mitad de emocionantes que verlo de cerca, desde arriba, por dentro.

Nada era comparable con la magia de ver mi mundo desde la ventana del tren: mi abuela saliendo a despedirse, a su lado un perro que al oír el silbido levantaba ligeramente la cabeza. Ver las casas que poco a poco se desvanecían en el desierto y desaparecían lentamente entre las montañas. Nada, nada era comparado con vivir por unas horas en un mundo en movimiento…
**

Solíamos viajar solos mi madre, mi hermano y yo, rara vez mi papá nos acompañaba. Su trabajo siempre era subir las maletas, acomodarlas en su lugar, repartir besos y quedarse parado en la ventana diciendo adiós, junto con la familia de los demás pasajeros.

Siempre he pensado que las despedidas de tren son las más tristes. Aunque sabía que vería a mi padre un par de días después, me daba nostalgia verlo a lo lejos, hacerse pequeñito mientras agitaba la mano.

Buscábamos dos asientos que estuvieran de frente, pero pocas veces podíamos viajar solos, siempre nos tocaban personas extrañas a las que mi madre les ofrecía de nuestra comida.

El primero en desfilar por el pasillo siempre era el boletero, con sus abundantes bigotes, su ceja poblada y esa extraña gorra que llevaba todo el personal: “Boletos, boletos”, “¿a dónde va?”, “muy bien”. Tenía una extraña mirada que se centraba en los boletos y que, una que otra vez, levantaba para saludar a la gente.

Empezaba el espectáculo cuando pasábamos por ese inmenso puente naranja y veía a niños y adultos bañándose en un río al que mis papás nunca nos quisieron llevar. Después todo iba quedando atrás, mi padre diciendo adiós, mi abuela que salía a la calle para despedirnos, el puente naranja y empezaba el desierto.

Veía cómo los arbustos cercanos pasaban rápidamente, mientras los árboles lejanos avanzaban poco a poco.

Siempre descubríamos cosas diferentes: una vez vimos una montaña en forma de volcán, y mi hermano y yo temíamos que alguna vez hiciera erupción cuando pasáramos por ahí. Las liebres se escondían entre la hierba mientras una águila las acechaba y un correcaminos se salvaba de milagro de ser aplastado por un vagón.

De pronto, todo se cubría por una enorme sombra. Era porque pasábamos por en medio de una montaña, donde veíamos detalladamente la forma que tenían las piedras, ¡casi podíamos tocarlas!, e imaginábamos qué pasaría si todo aquello cayera sobre nosotros.

Durante cinco horas recorríamos el desierto coahuilense porque no teníamos suficiente dinero para irnos en autobús y cuando tuvimos un poco añorábamos aquella dicha de no tenerlo. Es más, alguna vez viajamos en primera clase, pero fue horrible: los asientos no podían voltearse, las ventanas no se abrían y tenían unas persiana que no dejaban ver más allá. Sí, había aire acondicionado, sillones acolchonaditos, pero no podíamos correr por los pasillos y mucho menos sacar la cabeza por la ventana. Aquello fue tan aburrido que suplicamos a mi madre no llevarnos otra vez a ese lugar.

A veces, nos encontrábamos a gente conocida. La tía Elva iba siempre a Espinazo y yo me encargaba de mostrarle a Dulce, mi prima, todos mis descubrimientos, como aquel día en que me di cuenta que los vellos de la nariz del boletero estaban a punto de enredarse con sus bigotes, o cuando pensé que el mar que se veía por la ventana era rojo y no azul como el que salía en la tele.

Quizá el momento más esperado era cuando el boletero entraba al vagón gritando: “Paredóoooooon”. Los que iban dormidos se despertaban de inmediato y se dirigían a sus ventanas. Todos los colores desfilaban por nuestros ojos: las enchiladas rojas, las salsas verdes, los refrescos de colores, los cestos amarillos, las frituras rojas, las faldas verdes de las señoras, los pantalones azules de los niños que llevan al lado. Comprábamos siempre enchiladas y refresco de manzana en vaso, en tiempo de calor raspados y en tiempo de frío los señores compraban café para remojar el pan.

Y detrás de aquellas señoras de colores, el desierto. A lo lejos, unos huecos enormes en el suelo. Yo imaginaba que de esa tierra roja sacaban los ladrillos y de la café los adobes, que los huecos eran porque se llevaron tierra de ahí y siempre me preguntaba si algún día se la iban a acabar.

En ocasiones, mi madre llevaba ropa que no nos quedaba y juguetes. Yo aventaba la ropa por la ventana y veía cómo los niños se lanzaban sobre ella y la abrían siempre con cara de sorpresa.

Después de pasar Ramos Arizpe había que cerrar bien las ventanas porque los pandilleros lanzaban piedras. Una vez rompieron la de un señor que viajaba al otro lado del pasillo, pero a nosotros nunca nos tocó vivir esa aventura. Reconocía el lugar porque se veían siempre luces rojas y amarillas por todos lados, pero no veía más: mi hermano y yo nos agachábamos por si algo golpeaba nuestra ventana.

Llegábamos a Saltillo por la noche, rendidos de ver tanto, oler tanto y reír tanto, pero ahí no había papá que bajara las maletas, así que nosotros teníamos que ayudar. Pasábamos una rampa y caminábamos entre mucha gente. El aroma a Saltillo era inconfundible: húmedo y fresco.

Afuera de la estación había una reproducción de máquina, a la que siempre me quise subir, pero siempre era muy tarde y estaba oscuro y teníamos que ir a casa de la abuela…

viernes, 15 de junio de 2007

edición del domingo 10 de junio



La cortina
Gabriel Ignacio Verduzco Argüelles(México, D.F., 1974) estudió Filosofía en el Instituto de Filosofía del Seminario Arquidicoesano de Monterrey y es licenciado en Teología por la Universidad Pontificia de México.

Greta sólo tenía tres años y a su edad volvía locos a sus papás porque Greta era fanática de los crayones. Sin exagerar tendría unos 100 crayones entre los que le habían comprado sus papás, los que le regalaban sus tías y los que ella se traía del kinder. Pero el problema no era que tuviera crayones, sino que Greta gozaba pintando con ellos todo. Y al decir todo es porque ya pintaba un día en el piso, otro día en la pared, que, bueno, habría que decir que todos los niños de tres años hacen eso, pero Greta también pintaba las puertas, los muebles, la loza, la estufa.

El colmo fue cuando Greta pintó la cortina. Su mamá había mandado hacer unas cortinas para la sala que le habían costado carísimas y las cuidaba más que a nada. Un día a Greta se le ocurrió pintar un acuario en una de las cortinas. Ya esgrimía el azul, ahora el anaranjado, un poco de verde aquí, algo de amarillo allá... Greta estaba feliz. Corrió y le habló a su mamá para que viera su acuario. Cuando la mamá de Greta vio aquello, se puso roja, enojadísima, hecha un basilisco. Gritó, chilló, dijo cosas innombrables. Greta se asustó. Sin darse cuenta cómo, su mamá ya le había tomado del brazo y le había dado de nalgadas. Ahora Greta era quien lloraba. "¡Y te vas a tu recámara, niña malcriada!", sentenció su mamá.

Greta se encerró en su cuarto. Pasó una hora, dos, tres, cuatro... su mamá se dio cuenta al fin de que ya había pasado mucho tiempo y se preocupó. Subió a su recámara y abrió la puerta. Cuál fue su asombro al ver que Greta había pintado en la pared un enorme cielo azul con nubes. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando vio volando en ese cielo a Greta, que ahora era ya unos trazos de crayola negra...



Puedo imaginarte

Por F. J. Ingelberts

Puedo imaginarte de cuerpo completo:
con tus tentáculos que me tientan la piel
y me tientan a tocarte;
con los rastrillos de tus dedos que recorren
de dos en dos mi cuerpo,
esos dos dedos figurando piernas,
y con esas piernas que parecen dedos;
con esa boca que libidinosa surge y me urge besarla.
Besar la boca,
besar los labios,
besar suspiros.
Y ver sus piruetas, sus contorsiones corporales
que sin música, sin canciones, llevan un ritmo:
cómo tuerces el torso
cómo encorvas tus curvas
cómo mueves tus muecas.
Y que sin despecho me brindes tu pecho
y que por ese hecho hagamos un brindis.
Pero no te toco.
No te toco mas te asiento
y no miento
cuando digo que resiento
el no sentir tu aliento.
Y en ese asentirte que no me lleva a sentirte
me doy cuenta
que puedo imaginarte de cuerpo completo
pero no puedo palparte.

martes, 5 de junio de 2007

edición del domingo 3 de junio





A ritmo de cuerno de chivo: Élmer Mendoza


"Me importa el claroscuro que significa (el narcotráfico) en la sociedad. Creo que es un valuador de la conciencia. Rechazar o aceptar da una pauta, porque la sociedad también se determina por los crímenes que se cometen en su seno" Élmer Mendoza.


Por Elena Méndez


Élmer Mendoza: Travieso, dulce, sencillo. Voz suave, manos expresivas. Élmer fue mi maestro cuando estudié Lengua y Literatura Hispánicas. Ya sabía algo de él: años antes había publicado


Un asesino solitario, novela que causó revuelo por la gran similitud del magnicidio que sirve como pretexto a la trama con el del malogrado candidato a la presidencia de México, Luis Donaldo Colosio. Recuerdo haber leído la reseña del libro –muy favorable, por cierto- en Proceso.


Ya como su alumna me sorprendió la enorme humildad, carisma y pasión por su oficio que lo caracterizan. Entrelazaba teorías, libros y autores con anécdotas propias y ajenas, haciendo que el aprendizaje fuera más grato. Responde el presente cuestionario vía internet, desde algún rincón de Latebra Joyce.



¿Cómo surge su interés por el tema del narcotráfico?


No tengo un interés especial. Está allí, la mitad de la gente lo admira, ¿por qué? La otra mitad, ¿por qué lo detesta? Me importa el claroscuro que significa en la sociedad. Creo que es un valuador de la conciencia. Rechazar o aceptar da una pauta, porque la sociedad también se determina por los crímenes que se cometen en su seno.


¿Qué lo llevó a escribir una novela sobre espionaje?


El alto contenido épico del género. Creo que es un género en que encaja muy bien un espía irónico, juguetón y con alto sentido de la lealtad. También me dio un excelente pretexto para viajar por varios países donde la novela transcurrió o debía transcurrir.


¿Quiénes le parecen los mejores exponentes contemporáneos de novela negra?


Rubem Fonseca, Henning Mankell, Batya Gur, Paco Taibo II, Michael Connelly, John Connolly, James Elroy, Jean Echenoz, Marco Vichi.


¿En que radicaría la enorme influencia de Juan Rulfo en los narradores norteños, empezando por usted, quien le rinde homenaje en Cóbraselo caro?


Primero en que se casó con una mujer bellísima, segundo en que no temió innovar, sin importarle el mercado, los criterios de algunos en su contra y la mezquindad típica, y tercero su gusto por el silencio.


¿Se considera parte de la llamada 'Narrativa del Norte'? En tal caso, ¿qué tendría en común su obra con la del resto de autores incluidos en ella?


Claro, somos del norte. ¿En común? Que tras ella hay un gran esfuerzo y una apuesta rigurosa por la calidad.


Encontramos en su narrativa una gran intertextualidad con la novela picaresca. ¿En serio? Bueno, el humor nos hará libres y pretendo poner mi parte.


¿Por qué otorga tanta importancia a la oralidad en sus textos?


Es la base de la narrativa y como tal exige perfección. Espero que no se refiera a otra cosa.


¿Qué se necesitaría en México para una efectiva difusión de la lectura?


Dinero. Un plan con sentido educativo por un lado y lúdico por el otro. Participación de los creyentes de la lectura en un programa de trabajo comunitario de fin de semana.

¿Qué perspectiva tiene acerca de la literatura sinaloense actual?


De momento está contribuyendo con cierta calidad a fijar el tipo de sociedad que somos, el lenguaje, la cultura y nuestros sueños de futuro. Espero que tenga más apoyo de los lectores.

(Entrevista realizada el 17-mar-07)


Élmer Mendoza nació en Culiacán, Sinaloa, en 1949. Es Ingeniero Electrónico por el Instituto Politécnico Nacional y Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Forma parte del consejo editorial de las revistas Textos, Literal, Revista de la Universidad y Luvina. Se desempeña como jefe de Literatura en el Departamento de Difusión y Fomento de la Cultura Regional (DIFOCUR).
Ha publicado novelas: Un asesino solitario, El amante de Janis Joplin, Efecto Tequila, Cóbraselo caro; cuentos: Mucho que reconocer, Quiero contar las huellas de una tarde en la arena, Cuentos para militantes conversos; crónicas: Cada respiro que tomas y Buenos muchachos.
Ha sido incluido en las antologías Viento Rojo. Diez historias del narco en México y Nuevas Líneas de Investigación. 21 relatos sobre la impunidad.
Entre sus temas se encuentran Culiacán, la amistad, el erotismo, la música, el narcotráfico, la violencia y la muerte, tópicos que maneja con enorme ironía, ritmo vertiginoso, lenguaje coloquial, gran sentido del humor y una crítica social muy emparentada con la de la novela picaresca.



Elena Méndez (Culiacán, Sinaloa, México, 1981). Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Narradora. Ha participado en los talleres literarios de los escritores mexicanos María Baranda, David Toscana y Cristina Rivera Garza.
Escritos suyos han sido publicados en TEXTOS, La Pluma del Ganso, La Línea del Cosmonauta, Expreso y Milenio; y en www.aviondepapel.com, www.letras.s5.com , www. antilibros.com, www.revistaespiral.org, www.ucm.es/info/especulo y www.homines.com.

Edición del domingo 27 de mayo



El aprendiz

Antonio Sonora (Monclova, Coahuila 1979) es autor de los libros "El diario de los lienzos" y "Piezas para un anticuario". Este cuento forma parte del libro “Manual para inventar viajantes”, proyecto de beca del Programa de estímulos a la creación artística 2006-2007.

Era muy joven para saberlo. Decididamente cuando empezó a escribir lo hizo con todos los riesgos. Erguido ante las estaciones del año elegía cualquier cielo. Lo observaba por horas, registrando los tonos que se transforman en signos, los pájaros que apenas cruzando el atardecer entregan una frase con sus alas. De noche se alejaba a los puentes para ver las luces de la ciudad, su lejana existencia de diminutos fuegos. Lentamente fue cediéndole sus días a las palabras, dedicando su tiempo a los hechizos de registrarlo todo. Pronto empezó a escribir en cualquier superficie. Con una tiza en la mano le bastaba cualquier muro, no le alcanzaban las bardas de los suburbios para un largo poema. En el subterráneo había dejado escrito que la ciudad era una luciérnaga que pronto se apagaría. Dentro de los vagones hubiera querido sacar un brazo para escribir durante el recorrido alguna señal de su furia. Empezó a inundar la ciudad sin importar las direcciones, los escaparates de las avenidas, la propaganda en las estaciones del autobús, las bancas de las plazas públicas. Se perdía cada vez más lejos para buscar más calles. Dejaba de dormir por días enteros y luego se tiraba bajo los árboles, durante siglos. No se daba cuenta que escribiendo de tal forma pronto podría olvidar quién era. Le había entregado su memoria a los pájaros, la historia de sus manos a los paseantes, su sombra a los muros de las calles. Había escrito sobre todo lo que conocía y eso era lo mismo que haberse entregado en todas las cosas. Ahora les pertenecía a todos en todas partes. A los ojos que observaban sus líneas en el subterráneo, a las mujeres que maldecían su tiza en los suburbios, donde estaba escrito que el tiempo era una tormenta de hojas. Le pertenecía a los autobuses donde había anotado que jamás se callaría, a los puentes donde debajo lo aguardaba el poema de una mujer desnuda.

La maldición fue cercándolo lentamente. Cuando quiso continuar en su euforia se dio cuenta que no podía escribir más. Le faltó el corazón arrebatado y los ojos intranquilos. Faltó la pasión, esparcida en tantas noches por todos los rumbos de la ciudad que era una luciérnaga y se había apagado para siempre. Jamás le fue advertido que cuando alguien persiste en la verdad y la encuentra, no debe dejarla en los demás. No le contaron de la ceguera que vuelve comunes las cosas y menos peligrosas las palabras. Había sido dejado a la suerte y liberado al mundo con su rostro sin máscara, con su deseo sin cuidado.

Después de eso tuvo que buscar en los cielos del día la parte de sí que había perdido con los años; buscar en las banquetas de las afueras la violencia de sus manos, su reflejo en los escaparates de las tiendas, su sombra atrapada en los muros de las calles. Así fue buscando pero los lugares se negaban a regresarle los dones. No pudo borrar de ellos las frases que les había concedido. El parque no quiso devolverle su tranquilidad ni su sueño. Los edificios le custodiaron su fuerza y su altura. El atardecer se quedó con los pájaros que tenían cautiva su memoria, haciéndolos volar demasiado alto, detrás de las nubes.

Todavía siguió buscando y regresaba a diario para intentar borrar una palabra de algún muro. Lo hacía con las manos perdidas y los dedos torpes. Pero los sitios se resistían. Una noche, consumido en llanto decidió una venganza. Al amanecer tomó una navaja y se fue rumbo a la ciudad, atravesando los campos. Empezó a escribir con ella en todas partes historias sobre plagas y serpientes venenosas, cuentos de sombras que ciegan el día y multiplican la noche, pasajes de calamidades bíblicas y diluvios. Las escribió en los edificios y estos fueron arrasados, lo hizo en las calles y éstas se abrían tras de sí. Escribió una maldición en el parque y en él murieron todos los pájaros. Antes del alba la ciudad estaba en ruinas. Cuando su venganza terminó regresó a los campos y se escribió en el pecho una puñalada.