viernes, 22 de junio de 2007

edición del 17 de junio de 2007


Cruzar el desierto en tren

Por Cyntia Moncada

Miles de veces vi desfilar esa inmensa máquina cerca de mi casa. Cuando el silbido anunciaba su paso, mis primos y yo corríamos a la calle, agitábamos las manos, saltando y gritando. Imaginábamos que el hombre que manejaba aquel monstruo nos respondía con silbidos: “piiii, piiiiiiiiiiii”.

A veces, cuando el tren nos encontraba ahí, cerquita, nos apresurábamos para ganarle el paso y ponerle piedras en las vías, luego nos alejábamos corriendo, por miedo a ser golpeados por nuestra propia trampa. Minutos después regresábamos a apreciar nuestra creación: un par de piedras lisas, calientes todavía por la fricción. Nos las poníamos en la cara para sentir ese calor, ese leve contacto con un pedacito de tren.

Pero pese a todas las cosas divertidas que significaba ver el tren desde la distancia, desde abajo, por fuera, nunca fueron ni la mitad de emocionantes que verlo de cerca, desde arriba, por dentro.

Nada era comparable con la magia de ver mi mundo desde la ventana del tren: mi abuela saliendo a despedirse, a su lado un perro que al oír el silbido levantaba ligeramente la cabeza. Ver las casas que poco a poco se desvanecían en el desierto y desaparecían lentamente entre las montañas. Nada, nada era comparado con vivir por unas horas en un mundo en movimiento…
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Solíamos viajar solos mi madre, mi hermano y yo, rara vez mi papá nos acompañaba. Su trabajo siempre era subir las maletas, acomodarlas en su lugar, repartir besos y quedarse parado en la ventana diciendo adiós, junto con la familia de los demás pasajeros.

Siempre he pensado que las despedidas de tren son las más tristes. Aunque sabía que vería a mi padre un par de días después, me daba nostalgia verlo a lo lejos, hacerse pequeñito mientras agitaba la mano.

Buscábamos dos asientos que estuvieran de frente, pero pocas veces podíamos viajar solos, siempre nos tocaban personas extrañas a las que mi madre les ofrecía de nuestra comida.

El primero en desfilar por el pasillo siempre era el boletero, con sus abundantes bigotes, su ceja poblada y esa extraña gorra que llevaba todo el personal: “Boletos, boletos”, “¿a dónde va?”, “muy bien”. Tenía una extraña mirada que se centraba en los boletos y que, una que otra vez, levantaba para saludar a la gente.

Empezaba el espectáculo cuando pasábamos por ese inmenso puente naranja y veía a niños y adultos bañándose en un río al que mis papás nunca nos quisieron llevar. Después todo iba quedando atrás, mi padre diciendo adiós, mi abuela que salía a la calle para despedirnos, el puente naranja y empezaba el desierto.

Veía cómo los arbustos cercanos pasaban rápidamente, mientras los árboles lejanos avanzaban poco a poco.

Siempre descubríamos cosas diferentes: una vez vimos una montaña en forma de volcán, y mi hermano y yo temíamos que alguna vez hiciera erupción cuando pasáramos por ahí. Las liebres se escondían entre la hierba mientras una águila las acechaba y un correcaminos se salvaba de milagro de ser aplastado por un vagón.

De pronto, todo se cubría por una enorme sombra. Era porque pasábamos por en medio de una montaña, donde veíamos detalladamente la forma que tenían las piedras, ¡casi podíamos tocarlas!, e imaginábamos qué pasaría si todo aquello cayera sobre nosotros.

Durante cinco horas recorríamos el desierto coahuilense porque no teníamos suficiente dinero para irnos en autobús y cuando tuvimos un poco añorábamos aquella dicha de no tenerlo. Es más, alguna vez viajamos en primera clase, pero fue horrible: los asientos no podían voltearse, las ventanas no se abrían y tenían unas persiana que no dejaban ver más allá. Sí, había aire acondicionado, sillones acolchonaditos, pero no podíamos correr por los pasillos y mucho menos sacar la cabeza por la ventana. Aquello fue tan aburrido que suplicamos a mi madre no llevarnos otra vez a ese lugar.

A veces, nos encontrábamos a gente conocida. La tía Elva iba siempre a Espinazo y yo me encargaba de mostrarle a Dulce, mi prima, todos mis descubrimientos, como aquel día en que me di cuenta que los vellos de la nariz del boletero estaban a punto de enredarse con sus bigotes, o cuando pensé que el mar que se veía por la ventana era rojo y no azul como el que salía en la tele.

Quizá el momento más esperado era cuando el boletero entraba al vagón gritando: “Paredóoooooon”. Los que iban dormidos se despertaban de inmediato y se dirigían a sus ventanas. Todos los colores desfilaban por nuestros ojos: las enchiladas rojas, las salsas verdes, los refrescos de colores, los cestos amarillos, las frituras rojas, las faldas verdes de las señoras, los pantalones azules de los niños que llevan al lado. Comprábamos siempre enchiladas y refresco de manzana en vaso, en tiempo de calor raspados y en tiempo de frío los señores compraban café para remojar el pan.

Y detrás de aquellas señoras de colores, el desierto. A lo lejos, unos huecos enormes en el suelo. Yo imaginaba que de esa tierra roja sacaban los ladrillos y de la café los adobes, que los huecos eran porque se llevaron tierra de ahí y siempre me preguntaba si algún día se la iban a acabar.

En ocasiones, mi madre llevaba ropa que no nos quedaba y juguetes. Yo aventaba la ropa por la ventana y veía cómo los niños se lanzaban sobre ella y la abrían siempre con cara de sorpresa.

Después de pasar Ramos Arizpe había que cerrar bien las ventanas porque los pandilleros lanzaban piedras. Una vez rompieron la de un señor que viajaba al otro lado del pasillo, pero a nosotros nunca nos tocó vivir esa aventura. Reconocía el lugar porque se veían siempre luces rojas y amarillas por todos lados, pero no veía más: mi hermano y yo nos agachábamos por si algo golpeaba nuestra ventana.

Llegábamos a Saltillo por la noche, rendidos de ver tanto, oler tanto y reír tanto, pero ahí no había papá que bajara las maletas, así que nosotros teníamos que ayudar. Pasábamos una rampa y caminábamos entre mucha gente. El aroma a Saltillo era inconfundible: húmedo y fresco.

Afuera de la estación había una reproducción de máquina, a la que siempre me quise subir, pero siempre era muy tarde y estaba oscuro y teníamos que ir a casa de la abuela…

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Mis recuerdos de muchas cosas son como un escrito a lápiz después de pasarle un borrador encima. Tú conjugas la experiencia sensorial con la experiencia imaginativa con la experiencia memorativa y ¿qué resulta? la experiencia literiarativa. Saludos!

Jetsé

Anónimo dijo...

Je, yo si iba a ese río del puente naranja, muchas veces dije adiós mientras mi ropa escurría de agua... Me gustó mucho la crónica... Subí esporádicamente al tren cuando pequeña y me dormía rápido... Aún recuerdo las despedidas tristes, mi hermana simpre se iba... Sinembargo, las bienvenidas eran muy lindas, la espera en la vieja estación muy emocionante!.
Lety Espinoza